EEUU. Democracia y humanidad, es decir, racismo y antirracismo, se enfrentan

En el noveno día desde el asesinato de George Floyd, las protestas no se detienen.
Se unen personas de diferentes etnias, sobre todo jóvenes y mujeres.
El racismo es una constante en la historia de la nación americana (del Estado y de la sociedad). La democracia estadounidense se ha fundado sobre el genocidio de los nativos y sobre la esclavitud. A costa de una sangrienta guerra civil en el s. XIX, la esclavitud ha sido formalmente abolida, pero el racismo no se puede abolir: es una plaga irreparable en este cuadro. La sangre de millones de afroamericanos, la segregación, la discriminación e incluso los asesinatos marcan este país a través de una violencia endémica y en crecimiento. El racismo es en los Estados Unidos la cifra concreta de la contradicción incurable entre la humanidad que emerge y el Estado en su máxima decadencia. La democracia americana, que tiene un papel supranacional de primer plano porque es éste el país que tiene la leadership del sistema democrático global, es cuestionada desde dentro porque su policía asesina a negros, el presidente saca a la guardia nacional y fomenta a su electorado racista, la juventud y las mujeres que reclaman justicia, vida y respiro no tienen intención de abandonar las calles de muchas ciudades.
En las protestas emergen factores nuevos y positivos: el llamamiento a manifestarse pacíficamente por parte de diversos comités Black Lives Matter (La vida de los negros es importante) y del hermano de George Floyd parece haber tenido efecto y en las últimas noches no ha habido saqueos o han sido impedidos por los mismos manifestantes.
Algunos representantes de la policía, en algunos casos incluso de la guardia nacional, también algunos de rango, se han solidarizado abiertamente con las protestas, retomando gestos de importante valor simbólico y humano: poniéndose de rodillas –como hicieron algunos deportistas, rechazando cantar el himno nacional en signo de protesta contra los asesinatos de afroamericanos por parte de la policía– y abrazando a los manifestantes. Otros policías han seguido maltratando y asesinando pero el jefe del Pentágono ha desobedecido al testarudo presidente Trump declarándose contrario al uso del ejército. Importantes obispos han desmentido al presidente y le han contestado abiertamente declarando que ni en nombre de la Biblia ni en el de la Iglesia puede proferir sus palabras de odio y sus amenazas contra los manifestantes. El ex presidente Obama apoya las protestas, mientras otro ex inquilino de la Casa Blanca, George Bush Jr., declara el fracaso total del sistema americano de la convivencia estatal.
La tarea que tienen los antirracistas americanos es compleja y las protestas no bastan para resolverla: porque no se trata sólo de una reforma de la policía, admitiendo que esto fuera posible, sino de proyectar una nueva convivencia humana. En una sociedad disgregada, como todas las demás de tipo democrático, pero también íntimamente lacerada por el racismo a todos los niveles: una prueba de ello es el hecho de que éste es un terreno de compactación del electorado de Trump. Esto es lo que está en juego, y son francamente ridículos los comentaristas que, también en Italia, relacionan las protestas y el derrumbe social con la crisis económica, que en cualquier caso es una consecuencia. No ver la realidad y las cuestiones humanas irresueltas, fundamentales y reemergentes obstaculiza la comprensión de lo que sucede y la búsqueda de perspectivas a la altura y radicales. Que muchas personas de etnias diversas sientan la necesidad de protestar y de buscar justicia es un positivo inicio a sostener, preguntándonos y buscando proyectos y posibilidades nuevas, fuera del fracasado recinto democrático.