Las etnias existen: no son un sinónimo “presentable” de las razas -como en ciertos discursos
políticos y académicos o en los medios de comunicación de masas-, sino un tipo de identidad y
de agregación social, una expresión del inevitable diferenciarse también colectivo de nuestra
especie. Las etnias se forman y transforman, se funden y fragmentan, nacen o desaparecen
compartiendo experiencias, lenguas, usos y costumbres, relaciones familiares y sociales,
modos de vivir, convicciones morales y éticas, sintiéndose y pensándose afines y unidos y
sedimentando todo esto en culturas a través de procesos históricos, dinámicos, mutables y
complejos en los cuales son cruciales las conciencias de las y los protagonistas.
Confundir etnias y razas es erróneo y peligroso, porque transforma ideológicamente una forma
de identificación (y diferenciación) colectiva, siempre en devenir y constantemente
reelaborada por las mujeres y hombres, en entidades engañosas, fijas y absolutas, destinadas
irremediablemente a relaciones recíprocas de extrañeza, sumisión o conflicto, cosa que
obviamente resulta cómoda a quien quiere oprimir. Si, en cambio, partimos de nuestra común
humanidad diferente podemos aprender a pensar las identidades y comunidades étnicas con
una lógica interétnica de encuentro respetuoso, de conocimiento recíproco atento, de
tolerancia y de pacificación, de cooperación, diálogo y compartición, de comunión humana
libre y benéfica. Fuera de y contra cualquier lógica opresiva, de separación y de enemistad.