Sin techo ni paz

Un éxodo bíblico. Son 80 millones de personas en el mundo las que se ven obligadas a huir de guerras y catástrofes; un ser humano de cada 100, casi la mitad de ellos niños. Apenas hace diez años, en 2010, eran 40 millones; hoy son el doble, y de esta triste cifra no forman parte todos aquellos que han perdido la vida frente a un muro de ladrillo o de agua que impide su salvación. No sorprende cuáles son los países de origen a la cabeza de esta dramática clasificación: Siria, Venezuela, Afganistán, Sudán del Sur (el Estado de constitución más reciente en todo el mundo). Alguien se sorprenderá quizá al descubrir que en cambio entre los países que “acogen” a los refugiados no resultan los ricos Estados Unidos ni ninguna de las democracias de Europa.

Los datos absolutos y la rapidez de la progresión numérica son impresionantes, pero no lo dicen todo. Aún más significativo es el hecho de que ser desplazado o refugiado sea una condición existencial normal y, cada vez más a menudo, una condena definitiva. Es esta la “expectativa de vida” que un sistema mortífero, decadente y en crisis tiene reservada para los últimos.