Masacre anunciada en Beirut. No hay paz en la Tierra de los cedros.

Una devastadora explosión en los alrededores del puerto ha golpeado ayer la capital del
Líbano. El triste recuento de las víctimas ya ha superado el centenar de personas pero los
desaparecidos –quienes todavía no han sido localizados, muertos o heridos que siguen bajo los
escombros– son miles y centenares de miles los que se han quedado sin casa. Un depósito de
nitrato de amonio cerca del puerto de Beirut, ha saltado por los aires con una explosión tan
potente como para oírse a centenares de kilómetros de distancia: los sismógrafos han registrado
una sacudida equivalente a 3,3 grados. Tres hospitales han sido destruidos y otros dos han
quedado gravemente dañados. Es una catástrofe humana inmensa.
Nos imaginamos el caos, la expansión de la nube tóxica, el humo de los incendios y las nubes
de escombros y de polvo, el sonido de las ambulancias, el miedo, la desesperación y el dolor de
tantas personas comunes, con las que en estas horas nos sentimos especialmente cercanos y
solidarios.
Palabras institucionales vacías invitan a quien pueda a dejar la ciudad para evitar la
intoxicación y anuncian investigaciones para identificar a los posibles culpables. Sin embargo, lo
que ha sucedido es evidente: denunciamos la responsabilidad de un sistema de poder corrupto y
en crisis que demuestra un profundo desprecio por la vida humana en general y sobre todo hacia
las personas indefensas. En efecto, que se trate de un accidente o de un sabotaje deliberado con
intención terrorista –eventualidad que no se puede descartar a priori– es en cualquier caso un
acto irresponsable y criminal incluso sólo el hecho de permitir el almacenaje de una ingente
cantidad de un material tan peligroso en el corazón de la capital; no por casualidad, se había
pedido varias veces su traslado.
El desastre que hoy golpea al Líbano evidencia y acelera una decadencia claramente en curso,
acentuando las contradicciones y los rasgos mortíferos del régimen: el país está a un paso de la
bancarrota económica, golpeado por un desempleo enorme y por la corrupción endémica,
amenazado por la pandemia de la Covid; millones de personas, entre refugiados sirios e
inmigrantes, están obligados a vivir precariamente al margen de la sociedad.

En este contexto, en los meses pasados la sociedad estaba sacudida positivamente por
manifestaciones de protesta y por un gran protagonismo juvenil. La tragedia de hoy contribuye a
acelerar el ocaso de un régimen surgido justo después de la guerra civil, fundado sobre un pacto
entre los diversos componentes político-militares y religiosos, un pacto de reparto del poder
negativo y de los cargos estatales, cada vez más en dificultad para garantizar aunque sea una
frágil tregua social.