Con el atentado a Donald Trump se alza una vez más la vara de la violencia durante una campaña
presidencial que no hace otra cosa que exacerbar la segunda guerra civil estadounidense.
Entre los comentarios de los políticos se puede escuchar una condena porque estos hechos serían
incompatibles con la democracia. Incluso Joe Biden se vio impulsado a declarar que “no hay
espacio en Estados Unidos para la violencia política”. Es bueno detenerse en que, entre las tantas
cosas que el presidente olvida, Estados Unidos ostenta el triste récord de cuatro presidentes
asesinados y de una secuencia de decenas de asesinatos y atentados contra personalidades
políticas de diferentes tendencias y relevancia a lo largo de toda su historia. Esto para no hablar de
la violencia contra las personas comunes dentro de sus fronteras por parte de asesinos que
diariamente jalan del gatillo; o bien tanto dentro como fuera de las fronteras norteamericanas por
parte de aparatos represivos estatales abiertamente activos o desde las sombras. ¿De verdad
ahora tenemos que creer que todo esto no tiene nada que ver con la política, con su naturaleza y
con su decadencia salvaje?
Muy por el contrario, la política es indisociable de la violencia homicida ya que hunde sus raíces en
la guerra. Esto también incluye a la política democrática, como demuestra de forma ejemplar la
historia de los Estados Unidos. Desde el exterminio de los nativos americanos hasta la masacre de
esclavos en la Guerra Civil, dos actos fundacionales de la nación, o bien las decenas de guerras
emprendidas en el extranjero, cada vez menos vencidas y cada vez más infinitas; pasando por el
actual conflicto interno que, con mayor razón hoy, no se puede definir solo como algo latente.
Entre las 50.000 víctimas por armas de fuego que se registran todos los años, los datos de 2024
incluirán los muertos de Pensilvania el 14 de julio durante el mitin de Donald Trump. Si alguno se
imagina que el atentado contra el candidato republicano pueda ser un punto de inflexión respecto
a la violencia en la que el país se está hundiendo, es Trump mismo quien se encarga de desmentir
cualquier ilusión: al incorporarse rápidamente después de los disparos, como sabemos
prácticamente ileso, se dirigió a sus electores y tres veces ordenó “¡combatan!”. La lógica de
guerra es inagotable, la irracionalidad típica de la democracia decadente no parece tener frenos y
el fin del sistema democrático tal como lo conocíamos está derivando en una violencia ciega. De
esta forma, en una campaña por la presidencia en la que casi nada está claro, Estados Unidos –el
país líder del sistema democrático que, en general, anticipa lo que ocurrirá en otros lados, también
aquí– más que nunca se encuentra desorientado y enfurecido, en peligro y sometido a su propia
implosión, armado y beligerante. En lo que atañe a las personas comunes, también más que nunca
necesitado de alternativas a la política y a sus campos de batalla.